martes, 12 de mayo de 2009

EL PAISANO DE LA
CAMPANA RODANTE

Antonio Espino Mandujano



EN MEMORIA DEL PROFE APULEYO MENDIETA

En el terreno desbrozado se enciende la fogata. Don Lupe, el dirigente de los jubilados, recorre cabizbajo el baldío buscando troncones y leños para avivar el fuego. Sus compañeros lo miran condescendientes desde el zaguán añadido a la casa inconclusa del viejo líder. Lo observan con ojos fijos y vidriosos por el tequila. Algunos se hacen señas y colocan ladrillos grises para que se sienten los invitados. Otros se arrellanan en los asientos de un vocho destartalado del año del caldo. Su gesto es adusto y no sonríen.

Cuando la fogata ilumina arriba de la pared y las llamas juguetean rojas, a los pies de los invitados, don Lupe me dice que la reunión es para recordar al profe Apuleyo Mendieta que solía decir que cuando “alguien muere no se va, sólo sale a dar la vuelta”. Y el viejo maestro jubilado que gozaba de estos convivios, salió a dar la vuelta a Estados Unidos y ya no regresó.

Ahora hay quienes aseguran que murió con el overol puesto, como ayudante de unos de sus hijos que trabaja en el departamento de limpia en el sur de California, confiesa don Lupe, y añade: “un sobrino me explicó que todos los días se le veía encaramado en el andamio de un pesado camión recolector de suciedad, parlando su retahíla de voces en inglés y español, y haciendo sonar una especie de campana de barrendero en los patios de fábricas, chimeneas y refinerías”.

También comentan que murió por el virus de la influenza, después de seis meses de trabajar en condiciones de riesgo. Tan así que uno no se explica cómo en un país supuestamente civilizado los ancianos no reciben un trato preferencial.
Y aunque murió sin las atenciones debidas, dicen que “el paisano de la campana rodante”, como era conocido por allá, partió sin rencores de este mundo, recordando los campos abundantes de su Apaseo, los más verdes de la provincia del sur, como solía decir.

Por eso, hoy nos reunimos para recordarlo, para hablar del amigo Apuleyo, y que la pena se torne sosegada ante la remembranza de su música de acordeón y su pasión por el baile, reflejo de esa labor suya del amor que siempre le tuvo a la vida, sostiene don Lupe.



“EL RELÁMPAGO DEL PUEBLO DE IXTLA”

Cuando a principios de abril, entrevisté al profesor Apuleyo Mendieta, vivía en una finca a las afueras de Caleras de Ameche. Me llamó la atención porque me dijeron “que hacía llorar el acordeón al estilo de Ramón Ayala”, de ahí que le bautizaron con ánimo coloquial como “el relámpago del pueblo de Ixtla”.

No se equivocaron, pues además de maestro de escuela rural, siempre fue un extraordinario músico, un estudiosos del corrido y un excelente bailador que sabía de alegrías y obsesiones.

Y aunque hacia diez años que se había jubilado seguía conservando ese zapateado firme y vigoroso cuando bailaba los sones regionales como en aquellos tiempos en que andaba sobrado de apetitos carnales y apretaba de la cintura a su pareja y rehileteaba el sombrero, lo lanzaba al aire para que éste cayera en la cabeza de la mujer, mientras avanzaba de izquierda a derecha dando varias vueltas a la pista taloneando duro y alzando el tacón, para verse bien pantera.

En ese entonces me comentó que su profesión de maestro la había ejercido en comunidades rurales alejadas, en salones con techo de ramas y con alumnos desnutridos y sin desayunar, sentados en pupitres desvencijados, y donde los campesinos todavía utilizaban la yunta de bueyes para sembrar y el maíz se medía en pequeñas cajas de madera coloniales que se llaman cuarterones.

Me confesó que les había enseñado las primeras letras, así como a bailar sones regionales y a cambio sus alumnos y la gente le dieron una lección de organización comunitaria con sus rituales de las mayordomías para celebrar sus fiestas patronales y la comprensible determinación de creer en sus santos y figuras religiosas. Afirmaba que eso era importante sobre todo en esta región donde los beneficios oficiales llegan tarde y a cuentagotas.

Don Apuleyo también sabía de pasos, evoluciones y escenografías del baile regional. En tertulias, fiestas patronales y cívicas bailaba lo que ponían: desde el jarabe largo ranchero, mixteco, polcas norteñas, sones veracruzanos y hasta norteños, con aire de suficiencia.

De la música solía decir “que abre los oídos del alma y el baile la alegra”; nos confesaba, este profesor jubilado, que aún conservaba muchas inquietudes de juventud y que con su acordeón interpretaba los corridos que, según decía, “son poemas narrativos acompañados de música que describen sucesos y personajes”, los cuales representan las raíces profundas del sentimiento mexicano.

Por otro lado, en esa ocasión, el profe Apuleyo habló también de su tronco familiar y se dijo ser un mezquite de amplia fronda, que gozaba a plenitud los años transcurridos y que todavía por su propia vitalidad: cantaba, bailaba, se divertía, cuidaba a los nietos y plantaba árboles frutales.

“La gente me tiene mucho respeto. También los políticos de esta región me tienen un reconocimiento muy especial por mi labor docente y porque dicen que hago llorar el acordeón que es un instrumento de pueblo y de hambre. En las fiestas del lugar se me acercan y me preguntan: ¿es usted el profe Apuleyo?. Felicidades, he oído de sus historias y corridos. Por eso en las historias que narro, musicalmente rescato lo que son las comunidades, la vida rural, su gente y su forma de hablar y de ser”, explicaba muy ufano.

No sin humor, el anciano admitía “que se podrá decir de mi que soy un viejo útil, que goza de cabal salud y vive en santa paz con el mundo, y hasta dirán que soy un chingón que algún día puedo llegar a presidente municipal”.

Y bueno. Parece que no fue así, porque ya no regresó del vecino país del norte, este viejo profesor que gozó de las bondades de la vida, y hoy lo recuerdan con mucho cariño sus amigos de la asociación de jubilados.

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