martes, 12 de mayo de 2009

DON JUVE

DON JUVE Y SU
BURDÉGANO


Antonio Espino Mandujano



Hace años los habitantes de La Cuesta, un caserío diseminado en la parte más alta del municipio de Tarimoro, Gto. pasearon la imagen milagrosa de un pequeño Cristo de madera, que con todo y vitrina ataron al lomo de un burdégano saludable y reparador, producto de la cruza del caballo y la burra de don Juvenal Micalco, un hombre de Huapango, blanco y alto, muy circunspecto y que se sabía, era un “chingón” en la cría de mulas y caballos de gran alzada.

Pues bien, ahí iba la gente en peregrinación, recorriendo las comunidades circunvecinas, con sus ramos de manzanilla, gardenias y nubes, lanzando cohetones y más cohetones como para sacarle nubes al cielo y jalar la lluvia; rezando y cantando para que cayera, aunque fuera tantita agua, la necesaria para aplacar la sequía, que castigaba las parcelas sembradas de maíz.

Ya de regreso a su comunidad, cuando todos iban cansados, pero contentos, comentando que el acontecimiento había reunido a mucha gente; vagamente el cielo suelta un relámpago y se empieza a cargar con barruntos de tempestad.

De pronto un rayo parte del horizonte y se oye como una detonación de piedras desbarrancadas . El hombre de los cohetones -que iba a un lado del santito-, alborozado, prende fuego a otro petardo que chifla, sube y estalla espantando al burdégano que corre despavorido provocando un desastre.

Nadie sabe en verdad lo que ocurrió. Unos dicen que encontraron al Cristo entre la milpa intacto y en su vitrina; otros, comentaron que sólo había pedazos de madera en un recipiente que derramaba una luz densa y fulgurante; en lo que si coinciden todos es que la lluvia con granizo fue tan devastadora que se perdió toda la cosecha.

Al siguiente día, con la difícil situación de la zarandeada del santito y la pérdida de la cosecha, una comisión de vecinos fue a entrevistarse con don Juvenal Micalco, quien perfectamente vestido en su uniforme de veterinario y sin un atisbo de preocupación los recibió como siempre, amable y sonriente.

- Su mula es un producto del demonio, le soltaron a bocajarro. pensamos que como es incapaz de tener crías, lleva el pingo adentro. ¿Ya sabe de la desgracia que provocó su mula ayer? ¿Ahora cómo nos va a ir sin nuestro santito y sin nuestra cosecha?, preguntó un joven.

Don Juve los miró con consideración y les pidió que esperaran un momento. Dio un largo sorbo a una olla de café y con aire grave respondió: “ miren vecinos, en primer lugar, el animal que de buena gana les presté ayer, no es una mula, es un burdégano, hijo de un caballo de carreras y una burra chingona para el trabajo. Éste que tiene cuatro espejuelos como su padre, ni siquiera me lo han regresado y ya vienen a echarle cebo por una cosa que francamente fue una tarugada. ¿ A qué pendejo se le ocurre tronar petardos en las orejas del animal”?

En segundo lugar – les dijo – suponiendo que la petición de lluvia fue atendida por el santito, mientras yo buscó a mi animal, ustedes localicen a su Cristo lastimado y lo volvemos a pasear para que vea las pendejadas que hizo el día de ayer. Si no lo creen ¿ Para qué tanto rezo, tanto canto y tanto cohete?, preguntó el veterinario, mientras clavaba su mirada en las milpas siniestradas.


El veterinario Micalco – dicen quienes lo han tratado – que ahora es un hombre nonagenario, descendiente de una añeja familia de la región cuyo origen se remonta a los tiempos de la intervención francesa.

Comentan, que antes de irse a radicar a la ciudad de Los Ángeles, California, tenía la costumbre de hacer que registraran en un cuaderno pasajes de su vida de veterinario práctico. Amante de los equinos, dicen que sus caballos llegaron a ser campeones en los circuitos de las ferias más importantes de la región.

Amable siempre y sonriente, con otro concepto de la vida, siempre comentaba con ironía, que únicamente a lo que “sí le sacaba el parche”, era a la revisión de su próstata: “ a nadie deseo el mal rato que hace pasar a uno, el elegante galeno que nos pone en una situación verdaderamente humillante y para acabarla de amolar, nos mete un dedo por donde uno no quisiera”, solía decir muy circunspecto a los que le preguntaban por su salud.

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