lunes, 30 de marzo de 2009

LA HISTORIA DEL BURRO MULERO

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LA HISTORIA DEL
BURRO MULERO

Un lúgubre arriero llamado don Carmelo, era la imagen viva de la derrota: bajo un sol quemante, en medio de la calle semivacía, caminaba solitario, sombrero ladeado, rostro contrito, paso zigzagueante, sin rumbo cierto. En estos lugares de San Miguel Allende era conocido como el burro mulero, no por el prestigio erótico, sino por terco, porque en la jerga taurina un toro zonzo es un burro. Le decían también mulero por perseverante, porque en su juventud, era famoso entre todas las señoritas de la localidad, a quienes acorralaba hasta convencerlas a base de poesías populares sacadas del “Tesoro del declamador”.

Tal vez por ello las buenas conciencias le enjaretaron una serie de agravios y estropicios que explican las razones que lo han llevado decir en relación a su descrédito: “no sé porque las historias de fracaso y degradación amorosa lo hacen a uno tan popular”.

Aunque como dicen, este hombre chaparro y chato como un bulldog de buena garganta para eso de ingerir grandes infusiones de tequila barato, no es la excepción que confirma la regla; ante su escasa y prácticamente, nula personalidad, sabía utilizar su verborrea basada en la mendacidad: la paradoja, según la cual los pobrediablistas no pueden vivir sin mentir, porque la mentira forma parte de su vida, aunada a la perseverancia que lo supera todo.

Pues bien esta historia viene a colación, porque don Carmelo en las noches de cantina, con voz ronca de sed y con profundo autosarcasmo solía contar a todos que conoció a un burro que lo quería bien, “a él le dolía las criadillas y el lomo. A mí el lomo y la sien”, en una vida llena de faenas y sobrevivencia.

Decía que de todos los burros del lugar era el ejemplar más lamentable: viejo, con ojos desorbitados y llenos de desasosiego, orejas gachas y ásperos pelos en el cuero duro. Viajaba con él como viajar con un amigo, y conforme a su necesidad lo dejaba rebuznar, “mientras un servidor casi siempre hablaba de más”. Soportaba estoicamente su pasiva labor de compañero, como si se diera cuenta que en esta vida el asno terco es capaz de establecer una relación de trabajo y hasta afecto con las personas.

Pues bien como ocurre en este tipo de historias, cuando amarraba al burro a los frondosos laureles de la plaza “siempre convocaba sobre todo la admiración y la envidia de los lugareños, cuando de las patas traseras de ese burro viejo y zonzo, de pronto saliendo hacia delante y abajo, colgaba su prodigioso instrumento”, que hacia decir a las buenas conciencias por muchas razones: “¡saquen al burro de don Carmelo por presumido y libidinoso!”.

Gracias a ese malentendido corrió mi fama y me ha revestido de decires inventados por seres débiles, víctimas de sus pasiones que carecen de verdaderos amigos e ignoran que son profundamente infelices.
Yo viejo y terco sigo teniendo amigos ¿Quién había tenido la audacia y el valor de convivir con un burro?, con frecuencia solía comentar.

Y don Carmelo tenía razón, cuando uno escucha estas historias plagadas de remembranzas, donde la crudeza de la realidad se mezcla con el disimulo, uno recuerda las iniciales lecturas de Canetti y su burro de Marrakesh: que en medio de la plaza, viejo y desahuciado, con su rebuzno primaveral, “había tanto todavía ahí donde no parecía quedar nada; como el arriero de Jalpa, que en este contundente y feliz retrato vivió atormentado con su concupiscencia en la miseria”.

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